lunes, 1 de noviembre de 2010

Sastrecilla


¿De qué me acuerdo? ¿De si ella nada bien? Sí, a las mil maravillas, ahora nada como un delfín. ¿Antes? No, nadaba como los campesinos, sólo con los brazos, nada de piernas. Pero tiene un cuerpo de verdadera nadadora. Yo sólo le enseñé dos o tres cosas. Ahora sabe nadar, incluso el estilo mariposa; sus riñones ondulan, su torso emerge del agua en una curva aerodinámica y perfeccionada, sus brazos se abren y sus piernas azotan el agua como la cola de un delfín.
Lo que descubrió sola fueron los saltos peligrosos. En nuestro paraíso acuático, una especie de poza completamente aislada, de agua muy profunda, cada vez que trepa a lo alto de un pico vertiginoso para saltar me quedo abajo y la miro desde un plano contrapicado casi vertical, pero me da vueltas la cabeza y mis ojos confunden el pico con los grandes ginkos que se recortan por detrás, como en una sombra chinesca. Se vuelve muy pequeña, como una fruta pendiente de la copa de un árbol. Me grita cosas, pero es una fruta que susurra. Un ruido lejano, apenas perceptible debido al agua que cae sobre las piedras. De pronto, la fruta cae flotando en el aire, vuela atravesando el viento, en mi dirección. Por fin, se convierte en una flecha de purpurina, ahusada, que se zambulle de cabeza en el agua sin mucho ruido ni salpicaduras.
Antes de que lo encerraran, mi padre solía decir que no era posible enseñar a bailar a alguien. Tenía razón; lo mismo ocurre con las zambullidas o con escribir poemas: debes descubrirlo solo. Hay gente que, por mucho que se la aleccione durante toda la vida, siempre parecerá una piedra cuando se arroje al aire, nunca podrá hacer una caída como la de un fruto que emprende el vuelo.

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