sábado, 4 de diciembre de 2010

Noche verde


Acabó de leer ese libro que días antes le regalara su amigo poeta, ese libro con el que tantas horas había pasado, por el que tanto sufrió y con el que llegó a amar en tinta, ese libro que la sobrecogió con cada palabra y cada página que la acercaban al final de su historia. Cerró sus tapas azules, sintiendo el amor aflorando hasta sus dedos bañados en lágrimas. Con esa sensación agridulce del fin de un amor de papel se arropó bajo las mantas y deseó con todas las fuerzas que le quedaban poder alejar el frío de su almohada con el calor del amor. En medio de esa alegría y pena, de ese amor y melancolía, cuando se estaba abandonando al mundo de los sueños, un recuadro del color de sus bucles irrumpió tras sus ojos, alejando cualquier sentimiento. Se preguntó por esa figura tan parecida al libro que acababa de leer, tan diferente a los ojos de un poeta. Poco a poco, se fue acercando desde las tinieblas y se mostró en todo su esplendor ante ella, con su perfecta y simple desnudez. Comprobó que el color negro que vislumbrara unos segundos antes era el calor de la poesía sumida en la más absoluta y nostálgica oscuridad. Eran las palabras que componían un pequeño párrafo, un texto de apenas diez líneas. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para descifrarlo, comenzó a leerlo y en ese preciso momento comprendió una cosa: si abría los ojos para anotarlo en esa libreta que se encontraba dormida a veinte centímetros de su piel, abandonaría al texto a su suerte y jamás volvería a verlo. Así que decidió disfrutarlo en la soledad de sus sábanas, sintiendo que era el texto perfecto que jamás se escribiría. Y con esa sensación de haber vivido algo único, mágico e irrepetible, se dejó llevar por Morfeo. Éste la dejó en un lugar conocido, nada menos que su cama. ¿Estaba soñando o aún seguía despierta? La visión de un poeta esfumó esa duda.

Habían pasado la tarde con un café entre ellos, pequeños poetas sentados sobre madera, escuchando himnos a la libertad y conversando sobre poesía. Decidieron pronto callar a las palabras de sus labios y dejar que el corazón hablara por ellos. Se besaron durante horas, enredaron sus dedos en los cabellos del otro, y cuando no se acariciaban buscaban sus ojos para sentir el cariño. Con una lentitud propia del amor, se desnudaron, besaron sus pieles ardientes y saborearon cada recodo de sus cuerpos. Sin prisa, sin pausas, sin cortes escénicos hicieron el amor como si estuvieran en una choza en los Riscos. No les preocupó la noche oscura, los cantos de las aves envidiosas de esos sentimientos tan reales como el frío que se intentaba colar entre ellos. Se conocieron plenamente, encontraron sus lunares más recónditos y se contaron sus vidas con los suspiros que escapaban de sus besos. Inventaron un nombre para cada poro por el que se escapaba el amor, escribieron poemas con besos en la curva de sus ojos y fueron a navegar tras sus párpados.
Al despertar, vio sus ojos verdes de poeta observando su cuerpo desnudo y aun caliente, que lo abrazaba intentando retenerlo para siempre. No, esos ojos de poeta que acababa de conocer el amor puro nada tenían que ver con los cenicientos que poco tiempo antes le hablaran de la tristeza. Sus labios de poeta sonreían intentando llegar al cielo, de una forma que nadie antes vio en tan apagada boca. Su mano de poeta recorrió los hoyuelos de sus mejillas, sus pestañas imitadoras de mil plumas, sus finos dedos, su suave nariz, sus pies que divertidos lo tocaban. Él la abandonó bajo las sábanas por unos eternos minutos para preparar el zumo que tanto le encantaba, y con la mañana por delante se amaron entre risas y besos, entre recuerdos del amor reciente.
Y ella despertó con los primeros rayos del sol en el cielo azulado y matinal que  entraban por su ventana. Se sintió feliz al haber vivido en sueños el amor puro y libre del libro que la emocionara horas antes, conociendo por fin lo que era el amor del que algunos poetas chiflados hablaban en sus poemas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario