Llegaba, como siempre, de noche a casa, faltaban unos minutos para bajar del autobús. Me iba alejando cada vez más de esos bares y sus cafés, con sus dos poetas hablando, sintiéndose mejor sabiendo que son comprendidos, que también odian el invierno, que también aman el arte y las pequeñas cosas; pero llevaba conmigo, como siempre, algo que me recordaría esas conversaciones, sonrisas y miradas calladas: llevaba un libro de poemas y mil sentimientos para los míos. Una parada más y listo. Estaba cogiendo el bolso de mis rodillas con el mayor de los cuidados para no estropear mi tesoro amarillento, preparada para levantarme, cuando un poeta se sentó a mi lado (tengo la costumbre de sentarme mirando a la ventana, en parte para contemplar la vida, en parte para dejar sitio a alguien que desee ocupar un asiento junto a mí). Sí, afirmo que era poeta porque sus ojos me lo dijeron, porque ese “hola” sonó a verso, porque su pelo estaba despeinado. Pero sobre todo sé que es poeta porque, tras cuatro segundos de viaje juntos, debí pedirle que me dejara salir, y llamé su atención para hacerlo tocando su brazo (debería estar frío de la calle invernal, pero emanaba el calor de la poesía). Asintió con una sonrisa y me dejó marchar.
Había muchos sitios libres en el autobús, pero la poesía llama a la poesía.